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Biografía de Rodolfo Opazo

Santiago, 1935

Pintor chileno. Galardonado con el Premio Nacional de Artes en 2001, es autor de una obra rica en estilos y temática que desde los años cincuenta ha estado a la cabeza de la vanguardia pictórica de su país, y uno de los artistas chilenos contemporáneos con mayor reconocimiento internacional.

Rodolfo Opazo cursó sus primeros estudios en el Colegio de los Padres Franceses de Viña del Mar, pero pronto hubo de ingresar en una escuela especial debido un problema de tartamudez, y, posteriormente, recibió clases particulares. En 1953 ingresó en la Escuela de Bellas Artes de Santiago, centro en el que sólo completó un curso. Aprendió grabado en el Taller 99 dirigido por Nemesio Antúnez y en 1961 le fue concedida una beca de la Unión Panamericana para continuar su formación en el Centro de Arte Gráfico Pratt de Nueva York.

Ya por entonces había iniciado su trayectoria artística dentro de un lenguaje abstracto, influido por la obra de Modigliani y sus compatriotas Enrique Zañartu y Roberto Matta, y había recibido varios premios: Mención Van Buren del Salón Oficial de Santiago de 1959 y Premio de Adquisición, South American Art Today, Dallas, este mismo año.

En 1960 obtuvo el Primer Premio del Salón Oficial de Santiago, galardón que volvió a conseguir en 1969, y al año siguiente fue nombrado profesor titular de los Talleres de Pintura en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, cargo que ejerció hasta 1993; durante este prolongado periodo su arte no dejó de evolucionar, al mismo tiempo que su labor docente en el seno de la Escuela contribuyó a forjar una destacada generación de jóvenes artistas chilenos (Generación del 80), formada entre otros por Omar Gatica, Jorge Tacla, Ismael Frigerio, Carlos Maturana (Bororo) o Samy Benmayor


Visión comunicable, de Rodolfo Opazo

Como artista singular e intimista, Rodolfo Opazo plasmó en sus cuadros el resultado de una actitud particular ante el arte y la vida, actitud que ha ido evolucionando a lo largo de su carrera igual que lo han hecho los temas que han concitado su interés. En una primera etapa, sus pasos se encaminaron hacia la abstracción, para después ir paulatinamente acercándose a un arte figurativo de formas antropomorfas indefinidas (sin rostro, sexo, edad, etc.) que buscaba reflejar una determinada idea espiritual, cercano a lo místico, del hombre.

Es indudable que la propia experiencia personal del artista, marcada en gran medida por un sentimiento de soledad, le condujo a la introspección y a la reflexión, actitud que formalmente se tradujo en una pintura compleja, cambiante (a mediados de los años setenta el deporte fue tema central de su obra), que también recurre a elementos de la literatura o la música, y en la que parecen coexistir varias dimensiones, lo que ha llevado a algunos autores a incluirle dentro del movimiento surrealista.

A partir de los años ochenta reflejó de forma insistente la condición del hombre contemporáneo, enfrentado a su propia angustia, dolor y soledad: entonces el color se tornó más intenso (anteriormente se había caracterizado por la austeridad) y las formas tendieron nuevamente a la descomposición, diluidos sus contornos en el paisaje.

Entre sus obras más representativas se encuentran El político, Los altares para esconderse de la melancolía, De la insubordinada naturaleza del paisaje, Montañización y La Bacanal. La magnífica trayectoria artística de Opazo le ha hecho merecedor de numerosos premios y galardones. Sus pinturas han sido expuestas en los más prestigiosos centros de arte del mundo, como el Museo de Arte Moderno de Nueva York

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(Max Oppenheimer Ophuels; Saarbrücken, 1902 - Hamburgo, 1957) Director de cine alemán que, dentro de una línea marcadamente expresionista, realizó producciones desiguales.

En su juventud se dedicó intensamente al teatro a lo largo de una década, y llegó a consolidarse como un estimable director. Llegó al mundo del cine como ayudante de Anatole Litvak en Pez de tierra (1930).

Dirigió en su país Die verliebte firma y Los herederos felices (ambas de 1932), pero su condición de judío le obligó a salir de Alemania y buscar refugio en Francia. Su etapa francesa durante los años treinta, en la que trasladó al cine diversos textos literarios, fue irregular; Amoríos, de 1932, Se ha robado un hombre, de 1934, Divina, de 1935 o Suprema decisión, de 1939, no pasaron de adaptaciones correctas

Marchó para Estados Unidos a mediados de la década de los cuarenta, momento que le permitió dirigir algunas películas interesantes. Comenzó con una adaptación de Prosper Merimée (Vendetta, 1946), película que codirigió con varios de los nombres más representativos del Hollywood de la época: Preston Sturges, Howard Hughes (que fue el productor), Stuart Heisler y Mel Ferrer. Inmediatamente, Douglas Faribanks Jr. le llamó para que le dirigiera en La conquista del reino (1947)


Max Ophüls y Daniele Darrieux

Un paso importante lo dio al asumir la dirección de Carta de una desconocida (1948), adaptación de la obra de Stefan Zweig que le permitió demostrar su dominio de la puesta en escena, una inteligente armonía en el ritmo de la trama (bien acompasada por el fondo musical que se respira en la misma), y el aprovechamiento de los recursos de cámara. La historia fue excelentemente interpretada por Joan Fontaine y Louis Jourdan. Almas desnudas (1949) fue su último trabajo estadounidense

Sorprendentemente, Hollywood le reconoció su trabajo tras volver a Francia. La ronde (1950), una nueva adaptación de Schnitzler que le permitió abundar en su estilo, fue nominada al Oscar por el guión adaptado y el decorado; El placer (1952), recibió una nominación al Oscar por su decorado; y Madame de… (1953), una película de gran factura con interesantes interpretaciones de Danielle Darrieux, Charles Boyer y Vittorio De Sica, fue nominada por la Academia por su vestuario. Lola Montes (1955), un brillante ejercicio en el que logró sintetizar toda su trayectoria teatral, operística y cinematográfica, fue el testamento de Ophuls

Quizá dominado por su trayectoria artística, Ophuls impregnó todo su cine de una sensibilidad sorprendente, más allá del barroquismo o intimismo de los escenarios de cada película. Su cámara resultaba increíblemente fluida, se movía en una embriagante mezcla de travellings, picados, contrapicados y panorámicas, acariciando con sensualidad la textura del mundo atemporal en el que se movían sus personajes. Estos ingredientes, característicos de su estilo, se encuentran en la mayoría de sus obras, pero donde mejor logró expresarlos fue en las cuatro últimas películas que rodó tras su regreso a Francia

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