Escultor italiano. A causa de sus modestos orígenes familiares, no pudo realizar estudios artísticos y comenzó practicando otros oficios. En 1768, a raíz de su traslado a Venecia, empezó a dedicarse a la escultura y rápidamente alcanzó una fama y un prestigio que mantuvo durante toda su vida.
Sus primeras obras venecianas, como Orfeo y Eurídice o Dédalo e Ícaro, están impregnadas todavía del espíritu barroco que reinaba en la ciudad de la laguna. Cuando era ya un artista consagrado, se estableció en Roma (1781), donde definió el estilo que lo caracteriza, inspirado en la Antigüedad clásica y poderosamente influido por los principios teóricos de Winckelman, Milizia y otros autores cuyas doctrinas se hallan en la base del nacimiento del estilo neoclásico.
Sus primeras obras del período romano, como Teseo y el Minotauro, manifiestan ya la maestría técnica y la perfección en el acabado que le eran habituales. De hecho, todas sus obras fueron fruto de una larga elaboración, de una ejecución realizada con un detallismo casi artesanal. No fue Canova un escultor nato y de cincel fácil, sino que se forjó a través del estudio y el trabajo; mediante la práctica diaria del dibujo, por ejemplo, perfeccionó su plasmación del desnudo y superó las deficiencias de sus primeros estudios anatómicos.
En su estudio romano desplegó una enorme actividad para poder atender todos los encargos que recibía de las más destacadas personalidades del momento, desde Napoleón hasta Catalina la Grande de Rusia. Era ya por entonces el principal escultor del estilo neoclásico, condición con la que se ha perpetuado su figura en la historia del arte.
El nombre de Canova se asocia esencialmente a esculturas de mármol de acabado y pulido perfectos, que encarnan la belleza ideal y son frías y distantes, libres de la expresión de cualquier sentimiento o turbación. Este escultor, que encarna de maravilla el gusto de su tiempo, plasmó la belleza natural en reposo, libre de cualquier movimiento espontáneo y con una monocromía y simplicidad que contrastan vivamente con la etapa precedente.
En esta línea se inscriben sus dos creaciones más conocidas: el retrato de la hermana de Napoleón, Paulina Borghese, y las Las tres Gracias. Paulina Borghese está esculpida como una Venus, sobre un diván, con la elegancia y la ligereza características de Canova. Las tres Gracias encarnan el desnudo femenino en toda su perfección, y en ellas el artista parece querer reflejar algo de su mundo interior.
Canova tiene, además, el mérito de haber renovado profundamente el género del sepulcro monumental, gracias a los que esculpió para los papas Clemente XIII y Clemente XIV. Entre las muchas efigies oficiales que realizó es particularmente célebre el Napoléon desnudo, cabal ilustración de los ideales neoclásicos. Su fama como artista le abrió numerosas puertas y lo convirtió en un hombre enormemente influyente, a quien el Papado encomendó algunas misiones delicadas, como la recuperación de las obras de arte expoliadas por Napoleón
Político español, artífice del régimen de la Restauración (Málaga, 1828 - Santa Águeda, Guipúzcoa, 1897). Licenciado en Derecho por la Universidad de Madrid, las inquietudes de este joven de origen modesto se dirigieron inicialmente hacia la literatura (en la que le apadrinó su tío, el escritor Serafín Estébanez Calderón) y sobre todo hacia la historia, dedicación esta última que no abandonó ni en los momentos álgidos de su vida política; escribió notables trabajos sobre los Austrias y la decadencia española, que le valieron el ingreso en la Academia de la Historia (1860). También fue miembro de la Real Academia Española (1867), la de Ciencias Morales y Políticas (1871) y la de Bellas Artes de San Fernando (1887).
Sus inquietudes intelectuales se canalizaron, además, a través del Ateneo de Madrid, que presidió en 1870-74, 1882-84 y 1888-89. A la política llegó a través del periodismo, trabajando desde 1849 en el diario de Joaquín Francisco Pacheco, líder del grupo «puritano» que representaba el ala más conciliadora del Partido Moderado. Esa vocación centrista quedó confirmada al integrarse en la Unión Liberal, partido creado por O’Donnell para interponerse entre moderados y progresistas.
Su primera responsabilidad política fue la redacción del Manifiesto de Manzanares, que hizo públicas las posiciones de los militares participantes en la llamada «Revolución de 1854» (O’Donnell, Serrano y Dulce). Luego fue ocupando puestos políticos de importancia creciente, como los de diputado en las Cortes constituyentes de 1854-56, agente de preces en Roma, gobernador civil de Cádiz, director general de Administración Local, subsecretario de Gobernación, ministro del mismo ramo (1864) y de Ultramar (1865-66).
Su actitud ante la insurrección de los sargentos del Cuartel de San Gil (1866) le costó el destierro a Palencia, permaneciendo apartado de todo protagonismo político hasta que estalló la Revolución de 1868, que destronó a Isabel II.
Durante el Sexenio Revolucionario de 1868-74, Cánovas asumió el liderazgo de una minoría conservadora en las Cortes, señalándose en los debates contra el sufragio universal y la libertad de cultos. Atacó tanto al régimen democrático de Amadeo de Saboya como a la Primera República que le sucedió, aprovechando los fracasos de ambos ensayos para consolidar su opción de restaurar la monarquía de los Borbones, pero no en la persona de la ex reina Isabel -cuyo descrédito había provocado la revolución-, sino en la de su hijo, a quien haría reponer como rey con el nombre de Alfonso XII.
Una vez que abdicó la reina madre en el exilio (1870), Cánovas consiguió plenos poderes para dirigir la causa monárquica (1873), mientras orientaba la educación del príncipe en Inglaterra y le hacía proclamar el llamado Manifiesto de Sandhurst, en el que trazaba las líneas directrices de una futura monarquía parlamentaria, liberal y moderada, llamando en su apoyo a todos los católicos y descontentos con la situación revolucionaria desvinculados del carlismo (1874).
Fue fortaleciendo paulatinamente la causa alfonsina en medios políticos y acrecentando la viabilidad de la restauración monárquica a medida que quedaba desacreditada la opción republicana; pero, en contra de su voluntad, el general Martínez Campos se le adelantó, proclamando al rey mediante un pronunciamiento militar en Sagunto (1874). Sin embargo, por primera vez en la historia de los pronunciamientos españoles, los militares no quisieron ocupar el poder, sino poner en él a Cánovas, como líder de los partidarios de la Monarquía: el último día de aquel año, Cánovas formó un gobierno que ejercería la regencia hasta la llegada de Alfonso XII, el cual confirmó al gabinete en 1875.
Dueño de un poder prácticamente incontestado, Cánovas realizó en los dos años siguientes una obra ingente, que puso las bases del régimen de la Restauración, el cual habría de perdurar hasta el golpe de Estado de Primo de Rivera (1923). Preparó e hizo aprobar la Constitución de 1876, estableciendo una monarquía liberal inspirada en las prácticas parlamentarias europeas. La clave era acabar con la violencia política y los pronunciamientos militares que habían marcado el reinado de Isabel II, asentando la primacía del poder civil. Pero para ello había que garantizar la alternancia pacífica en el poder; Cánovas diseñó un modelo bipartidista al estilo británico, formando él mismo un gran Partido Conservador a partir de la extinta Unión Liberal; y buscó una figura que aglutinara la opción política alternativa, encontrándola en Sagasta, que asumiría el liderazgo del Partido Liberal, con el cual se turnarían los conservadores en el poder.
Tras gobernar casi sin interrupciones hasta 1881, Cánovas dejó el poder a Sagasta en aquel año, recuperándolo en 1884. Al morir Alfonso XII en 1885 y para consolidar la regencia de María Cristina de Habsburgo, selló con Sagasta el llamado «Pacto de El Pardo», por el cual ambos partidos se sucederían sin enfrentarse en la gobernación del país. Y es que, efectivamente, la peculiaridad del régimen canovista era que las elecciones constituían una farsa manejada por las redes oligárquicas del caciquismo, mientras que el Parlamento y el gobierno se formaban de espaldas a la opinión pública, en función de pactos entre los líderes de los dos partidos dinásticos y con una intervención decisiva de la Corona.
Cánovas volvió a presidir el Consejo de Ministros en 1890-92 y en 1895-97. En su haber como gobernante hay que anotar la pacificación del país, poniendo fin a la sublevación cantonal (1874), la Tercera Guerra Carlista (1875) y la Guerra de los Diez Años en Cuba (1878). Inspirado por la «lección» histórica de la decadencia española, trató de impulsar un resurgimiento nacional, fomentando un nuevo patriotismo español con actos como los que conmemoraron el cuarto centenario del descubrimiento de América (1892).
Pero se mostró impotente ante los nuevos conflictos que suscitaban el nacionalismo catalán, el movimiento obrero, el anarquismo, las disidencias internas de su partido (Francisco Silvela) y la reaparición del movimiento independentista en Cuba (1895). Incapaz de abrir cauces para la participación política de nuevos grupos y aspiraciones, cuando murió asesinado por un anarquista italiano durante su estancia veraniega en un balneario, dejó al régimen ante una situación de crisis que se prolongaría desde la derrota en la Guerra de Cuba (1898) hasta su extinción (1923)