Séptimo emir hafsí de Túnez , hijo del fundador y primer emir de la dinastía Yahya I (1229-1249), accedió al trono tunecino tras la muerte del usurpador Ahmed Ibn Marzuq (1283-1284).
Conocido con el laqah (´sobrenombre´) de Abu Hafs, en los once años que duró su reinado intentó en vano restablecer la autoridad de los hafsíes sobre el conjunto de Ifriqiya, sin poder evitar que en las postrimerías de su muerte el reino se disgregara bajo los golpes de los cristianos y, en especial, de las tribus beréberes, que aprovecharon a la perfección la debilidad manifiesta del reino.
Omar I se equivocó totalmente de política o táctica, ya que favoreció espléndidamente a los miembros de la tribu beréber de los Banu Salím, a los cuales debía su éxito en la expulsión del anterior emir: les concedió innumerables privilegios bajo la forma de concesiones de tierras, política de concesiones gratuitas que acarreó la decadencia económica del país, acompañada de los continuos ataques de las potencias cristianas, el recrudecimiento de las rivalidades entre tribus y, por consiguiente, también la división del reino.
A partir de su muerte, y hasta el año 1318, cuando el reino volvió a ser unificado bajo un solo emir, Abu Bakar II (1318-1346), toda la provincia de Ifriqiya cayó en el caos absoluto, tanto político, con dos emires hafsíes enfrentados desde sus respectivas capitales (Bujía y Túnez), como económico y social
Segundo califa musulmán (La Meca, h. 581 - Medina, 644). Era uno de los enemigos más acérrimos de Mahoma, pero desde que se convirtió al Islam se convirtió en su estrecho colaborador (e incluso casó a una hija suya con el profeta). Al morir Mahoma sin dejar indicaciones sobre su sucesión al frente de los musulmanes, Omar apoyó la candidatura de Abú Bakr, a fin de evitar luchas por el poder (632); pero aquel primer califa murió dos años después y esta vez sí dejó definida la sucesión, que correspondió a Omar.
Durante los diez años que ejerció el Califato (634-44), impulsó la expansión del Islam fuera de la península arábiga, mediante la «guerra santa»: arrebató Siria, Palestina y Egipto al Imperio Bizantino (batalla de Yarmuk, 636), e impuso el dominio árabe sobre Irak (batalla de Qadisiyya, 637) y Persia (batalla de Nehavend, 642).
Las rápidas conquistas militares de Omar transformaron al Islam en un imperio teocrático que se extendía por todo Oriente Medio, al que el califa dotó de una nueva organización político-administrativa: los territorios conquistados serían gobernados por los jefes de los respectivos ejércitos de ocupación, considerados como delegados del califa para asuntos políticos, administrativos, jurídicos y religiosos; los árabes constituirían una casta dominante aislada de las poblaciones autóctonas, a las cuales no se intentaría convertir al Islam; y estas poblaciones no islamizadas sostendrían el Califato con sus tributos.
Omar murió asesinado por un esclavo persa; pero antes había nombrado un comité para que eligiera a su sucesor evitando confrontaciones civiles. El elegido fue Otmán, primer califa Omeya